El paisaje iba perdiendo su color. A través del umbrío bosque, las luces formaban parte de un recuerdo nebuloso, como de un tiempo demasiado lejano.
Avanzaba despacio, sin reparar en los leves destellos del rocío bajo sus pies. La húmeda calidez de la mañana parecía acercar un nuevo día, entre el suave crujir de las hojas que alfombraban todo. El silencio, la lejanía de un trino acariciando el viento y la placidez de la brisa entre los árboles.
Palpó la ruda corteza de un roble y, dejándose caer a sus plantas, se sentó en el mullido suelo que lloraba gotas de rocío. Apoyó su espalda en aquel tronco y se dejó llevar por los sueños del bosque y las ninfas que revoloteaban a su alrededor.
Poco a poco la mañana introdujo sus dedos de rayos de sol a través de las copas de los árboles hasta crear una cristalina brillantez en cada rincón. Despertó. Sus ojos se abrieron y sólo pudo sentir una espesa claridad, pero ninguna forma reconocible. Los estridentes colores se habían convertido en nubes grises que poco alteraban su serenidad. Una emoción contenida se instaló en su cuerpo.
Caminó despacio y seguro por el sendero que tantas veces había recorrido, pero no lograba percibir ninguna de las imágenes que antes había conocido. No titubeó, se conocía bien la senda. Escuchó el canto de los pájaros, sintió el roce del viento y la tibieza del sol, ajeno a la mirada de todos y a la suya propia.
Y sonrió.
Nada podía enturbiar aquella paz, aún sabiendo que era su corazón el que se había quedado ciego.