Una vez te soñé, vida.
Tenías los ojos azules de mar
y las manos de hojas de otoño.
Sonreías con picardía
desde la esquina de un callejón,
con la morbosidad de quien se sabe ansiada.
Parecías llamarme con tus dedos
adornados de perlas y flores.
Fui a ti
y me encontré con la luz de un farol en la noche,
con sus rayos cayendo en ducha fría.
No se veía nada más allá
del círculo formado bajo aquel fulgor amarillo.
Desperté y te perseguí, vida,
mientras esparcías olor a jazmín
que se esfumaba a tu paso.
De vez en cuando volvías la cara
y me mirabas insinuante.
Mis labios querían hablarte,
pero las palabras se quedaban
pegadas al esternón,
sujetando un corazón
que nadaba en lágrimas allí dentro.
Te esperé y pasaste de largo.
Corrí tras de ti y apurabas el paso.
Tu estela balanceó mi barca
a punto del naufragio.
Pero aguanté y, aunque alguna vez caí,
conseguí no ahogarme.
Y ahora te veo, bailando a mi alrededor,
con tus velos de seda brillante
y tus manos extendidas,
en esa danza esquiva que acaricia sin tocar.
¡Cuánto te he echado de menos, vida!