El circo de la vida.
Cada día un nuevo lugar, un nuevo camino.
Montar, desmontar, embarrarse y lucir.
Nunca fui artista de pista, alterné mis equilibrios con la carga y descarga. Y subí al alambre, lejos del sólido suelo que desde aquí arriba se convertía en lejanía mortal.
Funánbulo cegado por los focos y de rostro anclado en la lejanía, asegurando cada paso en el incierto equilibrio.
Cada noche entre la concentración y la soledad del vacío.
Murmullos distantes y aplausos anónimos, espesados por la carpa del circo. Sin manos que te afiancen en el terrible vacío, sin susurros de ánimo en la oquedad del aire.
Y, al acabar el número, vuelta a la caravana de luces antiguas, de recuerdos colgados y nervios doloridos.
Otro día más, otra plaza más.
Desmontar y cargar, mano a mano con el resto, con los cansados de faenar, con los que esperan su oportunidad y algunos menos de los repletos de gloria.
Un mosquetón que cambiar, un soporte que está a punto de fallar. Asegurar la próxima función.
Vuelta a la carretera. El antiguo coche parece pedir socorro entre sonidos inarmónicos e inéditos hasta ahora. Pero no te abandonaré, en el siguiente destino curaré tus entrañas.
Porque nunca fui hombre de autobús.
Siempre fui un funambulista de señera travesía por el alambre.
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