sábado, 25 de diciembre de 2010

La dulce caricia de la eternidad

     Todo lo relacionado con la muerte suele adquirir tintes difuminados de vacío y soledad, pero cuando la relación se une a la muerte de un artista del doblaje, la cosa cambia o, al menos, así me lo parece. Los primeros fríos de otoño se han llevado a Antonio de Vicente y Salvador Arias, dos históricos profesionales del mundo del doblaje. Para conocer su historial artístico les remito a la página de Internet http://www.eldoblaje.com, en la que podrán satisfacer su curiosidad sobre la trayectoria de estos dos fantásticos personajes, pero, a modo de avance, les diré que Antonio dobló a Din Don, el simpático reloj de La Bella y la Bestia, y que Salvador, además de ser el pionero en lo que a escuelas de doblaje se refiere, dirigió el doblaje de Ciudadano Kane, siendo felicitado por el mismísimo Orson Welles. Hechas las presentaciones, permítanme compartir con ustedes la curiosa teoría que he desarrollado sobre la vida, la muerte y el atril de la sala de doblaje. 

     Los constantes avances en el apartado técnico permiten registrar el sonido de los diálogos interpretados en el atril, y capturar el gráfico de la onda sonora, una especie de raspa de pescado. En el dibujo trazado de esa onda se localizan fácilmente los picos de la intensidad del volumen emitido; se pueden cortar respiraciones; se puede variar la velocidad; y se puede cazar una silaba o una letra, copiarla, y añadírsela a otra palabra. En definitiva, se pueden hacer maravillas con un archivo de sonido, pero lo que aun no se ha localizado en ese gráfico es la simple y sincera emoción. 

     En el atril de una sala de doblaje nos manejamos básicamente con emociones, emociones que rescatamos de nuestras vidas y las incorporamos a la intensidad de la frase dicha por el personaje de la pantalla, dentro de una trama compleja de ritmos que logran que el espectador reciba la sensación de sobrecogerse, de emocionarse, de reír o de llorar. En el atril, fundidas con las frases, depositamos pequeñas porciones de vida, sutiles cargas de vida que rescatamos de nuestros recuerdos y nuestras más intimas intenciones. Las emitimos, se graban, y, al ser escuchadas, producen el efecto del chispazo vital. La emoción queda por tanto registrada, pero se mantiene invisible, de momento, para la ciencia informática. Y eso ocurre cuando escuchas el doblaje de un actor que ya se ha ido. Escuchas sus diálogos y compruebas que esos chispazos vitales continúan estando ahí, produciéndote el mismo escalofrío de la dulce caricia de la eternidad. Un tono que nos estremece porque simplemente, tiene vida. Una inflexión que nos conecta con la emoción y nos hace sentir vivos. Por eso, entre los locos que jugamos a las películas en un atril de una sala de doblaje, sabemos que cuando uno de los nuestros se va, la distancia emocional es menor, porque gracias a esas pequeñas porciones de vida que han quedado grabadas en la onda de sonido, seguimos estando ahí, y, si nos vamos, nunca nos hemos ido del todo.


Salvador Aldeguer 
(Artículo publicado en "La voz del Tajo")