Dejo de creer en la libertad cuando la consigna es "no hables por si acaso". Cuando el silencio se convierte en nuestro idioma y el miedo nos impide salirnos del camino ya trazado. Cuando nuestra única voz son los pasquines que antaño se preparaban para espacrcir por las calles o pegar en las paredes y hoy difundimos por la red o pegamos en muros virtuales.
No creo en la libertad que nos obliga a custodiar el arma del opresor a cambio de un plato de lentejas aguadas. Que nos hace girar la cabeza a ambos lados antes de dar una opinión por el temor a quíen lo pueda escuchar.
Desconfío de la libertad que nos impulsa a revestirnos de dignidiad y acatar dictados para no salirnos del rebaño. De la que nos hace decir lo que se espera de nosotros por el pánico a exponernos demasiado.
Tengo poca fe en la libertad que precisa de adeptos para expresar una idea. En la que cataloga la valía de las palabras por el color de los labios que las pronuncian.
Por eso, porque no soy de los que busca "nadar y guardar la ropa", prefiero la libertad desnuda que se lanza al río sin hipotecar su movimiento a la necesidad de proteger su vestido.
Y confío en la libertad que encuentra la satisfacción en la mera razón de actuar libremente.