lunes, 27 de abril de 2015

En la ruidosa soledad



     La calle escupe coches y transeúntes mientras tu boca tiembla y el miedo anega tus ojos.

     Tu, posiblemente, único amigo está apoyado en el bordillo de la acera, desencajado, exhausto, abatido. Miras alrededor como buscando una salida, un poco de luz a tanta oscuridad. Y vuelves a tu amigo para tranquilizarlo con un tierno abrazo. De esos que dejan escapar amor en su estado puro. El amor por alguien muy cercano, el que puede que sea el apoyo de tu vida. Seguramente no seáis pareja, pero sois dos seres humanos que se han encontrado, han vivido, sufrido y luchado por salir adelante en un país extranjero que no os lo está poniendo fácil.

     No sé nada de ti, pero te acercas a mí pidiendo auxilio. “¿Qué calle es esta? He llamado al SAMUR y no llega”.

     
     Le acerco una silla del bar cercano porque él, en su desesperada situación, teme hasta que le llamen la atención por ello. Su amigo vomita sin parar. Me cuenta que les han echado de la casa donde estaban, les han quitado los 30€ que tenían para sobrevivir y llevan tres días en los que no han comido nada caliente. Llama de nuevo a emergencias y me pasa el teléfono. Hablo con la operadora y les doy la dirección exacta. El pobre muchacho, en su aturdimiento, les había dado los datos equivocados. Le doy lo único que tengo a mano, una mísera botella de agua que agradece con una mirada cubierta de desamparo.

     La sirena de la ambulancia suena lejana, él deambula desesperado para ver de dónde viene el sonido y vuelve a su débil amigo. Tanta ternura hay en sus caricias que parece querer darle su propia vida. Vuelta a la búsqueda de la ambulancia que no llega. Le tranquilizo y no puede articular palabra porque su llanto sólo le deja decir “Está mal, muy mal”.

     Al fin se oye la ambulancia cerca y me asomo para dirigirles, pero él no puede esperar y se lanza corriendo a la calle para indicarles el lugar. Tanto que, cuando llegan, él se ha quedado muchos metros atrás. Llegan los sanitarios y se disponen a atender al enfermo.
     El asunto ya en manos de los profesionales, deseo mucha suerte al chico y a su amigo y me marcho a mi trabajo. No sé qué más hacer. Porque hoy, unos días después, me doy un poco de asco. ¿No pude hacer más?


     Esos seres humanos que convertimos en simples seres y nos hacen recordar cómo las crueldades que vivimos a diario nos pueden alejar de nuestra parte humana.


     Me duele, y lo tenía que confesar a los cuatro vientos.




sábado, 25 de abril de 2015

Los micrófonos bilingües


     Como soy un poco “batallitas” hay un comentario que suele surgir cuando las cervezas o el licor del día llega a cierto nivel y mi lengua se ha desatado: “deberías escribir un libro”.

     Sí, sé que tengo anécdotas o leyendas de sala, que no urbanas, de esta profesión en la que llevo ya unos cuantos años. Pero no sé si darían para un libro. Podría ser, aunque quizá para llenar tantas páginas debería, como ocurre a veces con algunos libros, meter bastante paja para alargar. Y no soy mucho de paja (hala, ya os he dado carnaza a los que os gusta hilar fino).

     Lo que sí voy a hacer es aprovechar para contar aquí algunas anécdotas que he visto o me han contado sobre errores ocurridos a raíz de la mezcolanza inglés-español en los diálogos mientras doblamos. Para esto, deberéis decir en alto la pronunciación que marcaré con cursiva. Aclaro también que los nombres de los protagonistas son ficticios, por aquello de preservar la intimidad de los aludidos.

     Cuentan que en cierta ocasión un compañero estaba ensayando su diálogo de un policía que a voz en grito decía "¡Rodín, la casa! ¡Rodín, la casa!". A lo que el director de doblaje le interpeló: “Francisco Javier, ¿qué estás diciendo”. FJ respondió "Perdona, pero yo sé inglés y dos “es” suenan como “i”". Y el director aclaró "No, Francisco Javier, ¡Rodeen, la casa! ¡Rodeen la casa!".

     En otra ocasión el actor ensayaba "¡Llóu, has venido!". Y el director le preguntó "Pero bueno, ¿quién es Llou, vamos a ver?" "En el guion lo pone, mira". "¡No, hombre, no! ¡Joé, de jolín! ¡Joé, has venido!".

     Esta la viví yo dirigiendo: El actor ensayaba "¿Quieres un sándwich Morgan?" Así, sin coma, como si hubiese sándwiches de jamón y queso, sándwiches se paté y sándwiches Morgan. Tres veces. La actriz que le daba la réplica me miraba incrédula y yo le hacía gestos de que tuviese paciencia, que quizá sólo era un fallo momentáneo. Al notar su reincidencia le tuve que aclarar "Le ofreces el sándwich a alguien llamado Morgan" y él me contestó "Ah, creía que era el tipo de sándwich".

     También recuerdo haber tenido que corregir a un actor que ensayaba su texto "Jórni, el pan". "¿Cómo? –le dije- ¿dónde pone eso?" "Pues aquí, en el diálogo de mi personaje" – aseveró él. A lo que le tuve que corregir "Que no, que no, que no hay ninguno que se llame Jórni. ¡Hornee el pan, Luis Alfredo, hornee el pan!"

     Así que, tened mucho cuidado al leer y diferenciad cuando son palabras castellanas para no confundirlas con la pronunciación inglesa.

     Hala, ya he escrito el primer capítulo del book, digo del libro. Por petición popular. (By popular petition)




domingo, 19 de abril de 2015

El sueño de Lolo



     Lolo avanza al ralentí, con el sueño todavía sobre sus hombros, hacia el que será hoy su destino. Un destino cada día, como en un inmenso Juego de la Oca particular. Reticencias de su infancia casi acabada a sus quince años recién cumplidos.

     Hoy es día de mercado. Ayer le tocó vender zapatos y hoy verduras. De puente a puente y tiro porque me lleva la corriente.
     No se le da mal, tiene ese toque elegante que a veces niegan a los verduleros. Lo que peor lleva es pregonar la mercancía. ¡A cinco pesetas, señora! ¡A cinco pesetas! Para él eso es importunar a la discreta compradora que sólo quiere pasar de largo y llegar al puesto de las especias. Pero lo hace. Podrían oírle en todo el mercado, su potente voz da para eso, pero su vergüenza le hace acomodar el volumen para alcanzar sólo unos metros.

     Acaba la faena de mañana y empieza otra menos complicada para su orgullo pero más dolorosa para su cuerpo: repartir sacos de patatas. 50 kilos en cada saco que él, más orgullo que fuerza, carga sobre sus 54 kilos de poca carne y muchos huesos de casa en casa. Esperemos que no haya muchos pisos altos sin ascensor. Hoy hubo suerte, sólo dos terceros sin ascensor.

     Y vuelta a casa después de este agotador día. Mañana toca ir al campo y recolectar tomates, pimientos y todo lo que esté en condiciones para vender al día siguiente en el mercado.

     En su camino de regreso, mira disimuladamente a los muchachos de su edad que vuelven de estudiar con los libros al hombro. Esos pesan menos que los sacos de patatas. Pero él no pudo comprobarlo porque las circunstancias le impidieron hacer otra vida que no fuera la de ganar el sustento. 
     Siente una especie de punzada en el pecho cuando piensa que de nada sirvió acabar todos los cursos en el colegio con sobresalientes. Menos octavo que, sin saber cómo, sólo consiguió llegar a Notable. 

     Apresura el paso pensando que en casa le esperan esos libros en los que, lejos de las aulas, buscará el conocimiento, y unos padres en los que encontrará el cariño y la enseñanza de la vida.

     La cena le sabe a gloria, y después de pasar un rato con su familia, se va a leer y a disfrutar de un poco de música antes de que sus dos hermanos le hagan apagar la luz del cuarto que comparten los tres.

     Se tiende en la cama y deja volar su imaginación a mundos que le son vedados, mientras el sueño se hace dueño de su cuerpo.

     Hoy, treinta y cinco años después, Lolo no sabe si realmente está viviendo en esos mundos imaginados o todavía está durmiendo y sueña.




sábado, 4 de abril de 2015

Yo quise ser Federico


     Sí, en uno de mis coqueteos teatrales, tuve la osadía de convertirme en Federico García Lorca. Representaba el papel del autor en un viaje por su vida y obra.

     Aún recuerdo con cariño momentos de aquel espectáculo (el texto nunca me lo llegué a saber bien). Y uno de los más maravillosos fue el fin de semana que pasé en Almagro con la compañía La Carreta.
     Uno de los placeres soñados por todo cómico, creo, es actuar en el Corral de Comedias, y a fe que lo cumplí. Fue único, no sé si tanto por la función en sí, como por lo ocurrido durante ella. Me parece que pocas veces se dan tantos avatares en hora y cuarto de representación.

     Como buen homenaje al poeta granadino no nos privamos ni de cantaor. Un cantaor y un guitarrista que se creaban su propio mundo humedecidos sabiamente con manzanilla. Y ahí empezó mi Vía Crucis, porque tras mi primer mutis, el cantaor, desde uno de los balcones del escenario se cantaba una copla y volvía a aparecer yo en escena. El cantaor terminó, yo hice mi entrada, y, cuando empezaba a contar lo que ocurrió en 1927, la seguiriya hizo un bis y tuve que improvisar un silencio. Me senté en una de las sillas de escena y esperé, mirando al cielo, que acabasen los trinos flamencos. Volvió a hacerse presente Federico y contó esa parte de su historia. Mutis de Lorca. Fandango desde la primera balconada. Fin del pasaje musical. Nueva entrada del poeta para narrar cómo se le ocurrió escribir “Amor de don Perlimplín, con Belisa en su jardín”, y tras pronunciar cuatro palabras... el cante volvió a elevarse sobre el texto de escena. Angustia mortal. Ganas de subir y amordazar al cantaor. Estatua silente de Lorca en medio de las tablas. Y, por fin, tras el mutismo de guitarra y jilguero, pude seguir la narración. Huelga decir que mi tercera salida después de la correspondiente tonada, se demoró hasta que vi claro que no habría reincidencia musical.

     Pero ese no fue el único brete que pasamos. Para los que conozcan el Corral de Comedias, sabrán que su interior es un laberinto. Eso hizo que una de las actrices se perdiese en sus recovecos y no llegase a su puesto a tiempo de cantar una copla, que sus compañeros improvisaron como pudieron desde el escenario. Por la misma razón, en lugar de hacer dos de mis salidas por sendos balcones, se decidió que saldría en ambas ocasiones por el de la derecha, para lo que se colocó un cañón de luz dirigido al mismo. La primera salida bien. La segunda vez, comencé a hablar y no sentí el deslumbre que provoca el foco que te ilumina. Pero pude observar, por el rabillo del ojo, que el otro balcón estaba perfectamente iluminado por su haz de luz. Me había confundido de ventanal. Hice aquella intervención en un oscuro cargado de simbolismo.

     ¡Y qué decir de la capa que envolvió a don Perlimplín como una inmensa crêpe entre bastidores, retrasando su entrada hasta que logró desembarazarse, emulando al propio Houdini!

     De modo que, para desquitarnos, esa noche los jovencillos de la compañía decidieron ir de copas. Yo, en la frontera de edades, decidí irme con ellos. Volvimos a las tantas de la madrugada, con el consiguiente alboroto alentado por las copas que llevábamos en el cuerpo. Voces de protesta se oyeron en la Hospedería, a las que me uní pidiendo a los escandalosos trasnochadores que refrenasen sus lenguas.

     A la mañana siguiente, los jaraneros fueron despertados a las seis de la mañana como castigo. Menos yo, que fui considerado víctima de la bulla nocturna y pude dormir convenientemente la resaca. En el desayuno, mi sonrisa se cruzaba con las caras de sueño de mis compañeros de correrías.

     Puedo decir, sin dudarlo, que ese fin de semana en Almagro fue inolvidable y recuerdo con sumo cariño a todos mis compañeros.





jueves, 2 de abril de 2015

La distancia justa entre el dolor y la pena


Ese espacio donde el silencio
descubre almas lanzadas al viento,
donde la soledad navega
por mares de ensueños,
donde las palabras se hunden
en un pozo de recuerdos,
donde un sollozo
nos recuerda nuestro vuelo.

Ese espacio donde se unen delirios,
y los dedos buscan caricias
donde antes había sonidos.

Donde una losa traspasa el tiempo
y nos convierte en eternos.
Donde se nublan los labios
para convertise en leyenda.

A Matilde