Lolo avanza al ralentí, con el sueño todavía sobre sus
hombros, hacia el que será hoy su destino. Un destino cada día, como en un
inmenso Juego de la Oca particular. Reticencias de su infancia casi acabada a
sus quince años recién cumplidos.
Hoy es día de mercado. Ayer le tocó vender zapatos y hoy
verduras. De puente a puente y tiro porque me lleva la corriente.
No se le da mal, tiene ese toque elegante que a veces niegan
a los verduleros. Lo que peor lleva es pregonar la mercancía. ¡A cinco pesetas,
señora! ¡A cinco pesetas! Para él eso es importunar a la discreta compradora
que sólo quiere pasar de largo y llegar al puesto de las especias. Pero lo
hace. Podrían oírle en todo el mercado, su potente voz da para eso, pero su
vergüenza le hace acomodar el volumen para alcanzar sólo unos metros.
Acaba la faena de mañana y empieza otra menos complicada
para su orgullo pero más dolorosa para su cuerpo: repartir sacos de patatas. 50
kilos en cada saco que él, más orgullo que fuerza, carga sobre sus 54 kilos de
poca carne y muchos huesos de casa en casa. Esperemos que no haya muchos pisos
altos sin ascensor. Hoy hubo suerte, sólo dos terceros sin ascensor.
Y vuelta a casa después de este agotador día. Mañana toca ir
al campo y recolectar tomates, pimientos y todo lo que esté en condiciones para
vender al día siguiente en el mercado.
En su camino de regreso, mira disimuladamente a los
muchachos de su edad que vuelven de estudiar con los libros al
hombro. Esos pesan menos que los sacos de patatas. Pero él no pudo comprobarlo
porque las circunstancias le impidieron hacer otra vida que no fuera la de
ganar el sustento.
Siente una especie de punzada en el pecho cuando piensa que
de nada sirvió acabar todos los cursos en el colegio con sobresalientes. Menos
octavo que, sin saber cómo, sólo consiguió llegar a Notable.
Apresura el paso
pensando que en casa le esperan esos libros en los que, lejos de las aulas, buscará
el conocimiento, y unos padres en los que encontrará el cariño y la enseñanza
de la vida.
La cena le sabe a gloria, y después de pasar un rato con su
familia, se va a leer y a disfrutar de un poco de música antes de que sus dos
hermanos le hagan apagar la luz del cuarto que comparten los tres.
Se tiende en la cama y deja volar su imaginación a mundos
que le son vedados, mientras el sueño se hace dueño de su cuerpo.
Hoy, treinta y cinco años después, Lolo no sabe si
realmente está viviendo en esos mundos imaginados o todavía está durmiendo y
sueña.
En cierto sentido, entiendo a Lolo. Querer ser alguien, pero por circunstancias, ser más necesario para otras cosas que, por desgracia, hay que hacer. Ojalá todos los chavales de quince años, soñasen con ser alguien más.
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