Sí, en uno de mis coqueteos teatrales, tuve la osadía de
convertirme en Federico García Lorca. Representaba el papel del autor en un viaje por su vida y obra.
Aún recuerdo con cariño momentos de aquel espectáculo (el
texto nunca me lo llegué a saber bien). Y uno de los más maravillosos fue el
fin de semana que pasé en Almagro con la compañía La Carreta.
Uno de los placeres soñados por todo cómico, creo, es actuar
en el Corral de Comedias, y a fe que lo cumplí. Fue único, no sé si tanto por
la función en sí, como por lo ocurrido durante ella. Me parece que pocas veces se
dan tantos avatares en hora y cuarto de representación.
Como buen homenaje al poeta granadino no nos privamos ni de
cantaor. Un cantaor y un guitarrista que se creaban su propio mundo humedecidos
sabiamente con manzanilla. Y ahí empezó mi Vía Crucis, porque tras mi primer
mutis, el cantaor, desde uno de los balcones del escenario se cantaba una copla
y volvía a aparecer yo en escena. El cantaor terminó, yo hice mi entrada, y,
cuando empezaba a contar lo que ocurrió en 1927, la seguiriya hizo un bis y
tuve que improvisar un silencio. Me senté en una de las sillas de escena y
esperé, mirando al cielo, que acabasen los trinos flamencos. Volvió a hacerse
presente Federico y contó esa parte de su historia. Mutis de Lorca. Fandango
desde la primera balconada. Fin del pasaje musical. Nueva entrada del poeta para
narrar cómo se le ocurrió escribir “Amor de don Perlimplín, con Belisa en su
jardín”, y tras pronunciar cuatro palabras... el cante volvió a elevarse sobre
el texto de escena. Angustia mortal. Ganas de subir y amordazar al cantaor.
Estatua silente de Lorca en medio de las tablas. Y, por fin, tras el mutismo de guitarra y jilguero, pude seguir la narración. Huelga decir que mi tercera
salida después de la correspondiente tonada, se demoró hasta que vi claro que
no habría reincidencia musical.
Pero ese no fue el único brete que pasamos. Para los que
conozcan el Corral de Comedias, sabrán que su interior es un laberinto. Eso
hizo que una de las actrices se perdiese en sus recovecos y no llegase a su
puesto a tiempo de cantar una copla, que sus compañeros improvisaron como
pudieron desde el escenario. Por la misma razón, en lugar de hacer dos de mis
salidas por sendos balcones, se decidió que saldría en ambas ocasiones por el
de la derecha, para lo que se colocó un cañón de luz dirigido al mismo. La
primera salida bien. La segunda vez, comencé a hablar y no sentí el deslumbre
que provoca el foco que te ilumina. Pero pude observar, por el rabillo del ojo,
que el otro balcón estaba perfectamente iluminado por su haz de luz. Me había
confundido de ventanal. Hice aquella intervención en un oscuro cargado de simbolismo.
¡Y qué decir de la capa que envolvió a don Perlimplín como
una inmensa crêpe entre bastidores, retrasando su entrada hasta que logró desembarazarse, emulando al propio Houdini!
De modo que, para desquitarnos, esa noche los jovencillos de
la compañía decidieron ir de copas. Yo, en la frontera de edades, decidí irme
con ellos. Volvimos a las tantas de la madrugada, con el consiguiente alboroto
alentado por las copas que llevábamos en el cuerpo. Voces de protesta se oyeron
en la Hospedería, a las que me uní pidiendo a los escandalosos
trasnochadores que refrenasen sus lenguas.
A la mañana siguiente, los jaraneros fueron despertados a
las seis de la mañana como castigo. Menos yo, que fui considerado víctima de la bulla nocturna y pude dormir convenientemente la resaca. En el desayuno, mi
sonrisa se cruzaba con las caras de sueño de mis compañeros de correrías.
Puedo decir, sin dudarlo, que ese fin de semana en Almagro
fue inolvidable y recuerdo con sumo cariño a todos mis compañeros.
Tu vida da para un libro, querido Guti. Maravillosas vivencias.
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