jueves, 5 de septiembre de 2013

¿Qué me dice una voz?


     En estos días en que el destino ha decidido dejarnos huérfanos de dos grandes personas en mi profesión, traigo a mi recuerdo uno de los momentos más impresionantes que he sentido con mi voz.

     Sirva como homenaje a mi compañero Chema Lara, con el que compartí buenos momentos, extraordinarias charlas, luchas e intercambio de amor por este oficio, y a Joaquín Díaz, maestro de maestros, cuya voz ha puesto banda sonora a nuestra vida desde siempre, nos ha enseñado y del que conservo un hermoso recuerdo desde que tuve el honor de dirigirle.

     La vida me ha convencido, con hermosos detalles que van más allá de lo palpable, del poder que puede tener una voz. Como un olor, como un color, como un paisaje, como una música, puede llegar a provocarnos emociones que penetran en lo más hondo de nuestra piel.

     Recuerdo que en cierta ocasión me pidieron que participase en el homenaje al dramaturgo y poeta Lauro Olmo, al cumplirse no recuerdo bien cuántos años de su fallecimiento. Se representarían varias escenas de algunas de sus obras y se recitaría alguno de sus poemas como parte del memorial al que asistirían amigos que lo conocieron y su viuda, Pilar Enciso, también escritora y continuadora del legado de Lauro.

     Ante reconocimientos como este a uno de los autores que ha enriquecido nuestro tesoro cultural, uno no puede decir que no. Así que me puse en manos del director, dispuesto a colaborar. 
     El miedo apareció cuando me asignaron la labor de recitar un poema que Lauro Olmo había escrito a su mujer, Pilar Enciso, que estaría presente en la ceremonia. Mi primera reacción fue decir que no, que me parecía una osadía suplantar a alguien a quien su mujer habría oído recitarle personalmente aquel poema.
     El ánimo de mis compañeros y la insistencia del director convenciéndome de mi capacidad me hicieron claudicar. Y dije que sí. Pero con una condición, recitaría el poema desde dentro, sin salir al escenario. Aceptaron y me colocaron un micrófono entre bastidores. 

     Llegó el momento de mi intervención, se apagaron todas las luces y sólo quedó un cenital que iluminaba un pequeño espacio en el centro del escenario. Yo no lo veía, me lo contaron. Tragué saliva y empecé a hablar con toda la sinceridad que pude, sabiendo que estaba adoptando la personalidad del homenajeado hablándole a su esposa. Tremenda osadía. Intenté que no me temblase la voz ante tamaño atrevimiento. Terminé. Sonaron aplausos. Y fui a esconderme al camerino.

     Acabó el homenaje y continué en el camerino. Había acordado que no saldría a saludar para no romper la magia de aquel que había sido sólo una voz. Al poco tiempo, oí a alguien que, entrando en el camerino, me dijo, "Pilar Enciso quiere conocer a quien ha representado la voz de su marido". Me levanté y salí a la puerta. Allí estaba Pilar, con una mirada de tal brillo que me hizo sonrojar. Le pedí disculpas por haberme atrevido a hacer aquello, y que lo había hecho con todo el respeto del mundo a ella y a su marido.

     Me cogió las manos y, mientras las arropaba con las suyas y clavaba sus ojos humedecidos en los míos, me dijo: "Gracias, he vuelto a oír a mi marido decirme ese poema como me lo decía hace años".

     No sé ni qué contesté, porque el nudo en la garganta y el rubor me impedían ser elocuente. Pero entonces me enamoré aún más del efecto que puede tener una voz en el corazón humano y agradecí poder dedicarme a ello.



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