Figo era un abrigo que había tenido una vida azarosa y, a pesar de ello, se negaba a convertirse en trapos de taller.
Sí, ya sé que los abrigos no tienen vida, pero Figo sí. No sabía por qué ni cómo, pero él no era una prenda inanimada como cualquier atuendo que se precie.
El abrigo Figo no fue fabricado en una de esas industrias donde se hacen miles de trajes todos iguales, ni había surgido de la lúcida visión de un afamado diseñador. Figo había venido a la vida cuando fue elaborado por las dulces manos de una costurera que no podía permitirse el lujo de comprarle una pelliza a su marido. Y así, día a día, confeccionó el que consolaría del frío a su esposo.
Figo tampoco era de un tejido noble. Siempre añoró ser de alpaca o de crepé o, incluso, de castor, pero era simplemente de paño. Lo más asequible que la modista encontró.
Sin embargo, tenía algo que le hacía diferente y que llamaba la atención a cuantos lo veían. Por eso, quizá, es por lo que su vida no se limitó a ser una indumentaria cualquiera, y se prolongó más allá de su primer propietario. Fue pasando de mano en mano, (bueno, de cuerpo en cuerpo), vistiendo a egregios e ignotos, descubriendo venturas y miserias. Tanto de unos como de otros. En esto el azar no hace distingos.
Lo que más le incomodaba eran esos momentos en los que su dueño, prescindiendo de su calidez, lo dejaba abandonado junto a otros congéneres en un utensilio que llamaban percha. Las había individuales, pero cuando le tocaba una de esas comunitarias, sufría con el contacto casi sexual con gabanes de olor incómodo, femeninos abrigos de molesta velludez, y demás variantes. Pero, sobre todo, le trastornaba la pasiva existencia de sus compañeros. Seres sin emoción ni sustancia. Condenados a colgar inertes hasta que los volvieran a exponer al gélido ambiente de la calle.
Hasta que un día, en un probador de una sastrería, conoció a un pantalón que vivía,... sí, vivía su misma suerte. Era un pantalón de franela que había ido pasando de mano en mano, o más bien de piernas en piernas. También era capaz de sentir, y no se conformaba con ser un objeto más en el armario del amo de turno. Se miraron... insisto, al modo en que se pueden mirar los vestidos... y comprendieron que estaban hechos el uno para el otro. Figo el abrigo no podía huir porque no tenía piernas, y Aarón el pantalón nunca pudo escaparse porque... ¿adónde iban unas perneras sin cuerpo? Sería chocante, ¿no?
Y, con las mismas, vamos, consigo mismos, se escabulleron de aquel probador. Consiguieron dar esquinazo al dependiente y a ambos dueños y decidieron emanciparse.
Al poco encontraron a otro amigo que se unió a ellos: Lutero el sombrero. Un bombín serio y discreto que había coronado sienes para todos los gustos y que también estaba harto de proteger sesos de muy dudosa actividad.
Así, los tres, empezaron a disfrutar de la vida libre y autosuficiente. Paseaban de noche entre las sombras celestes y se asomaban a los escaparates y a los parques solitarios.
Si alguien los ve, que les salude.
Figo, Aarón y Lutero siempre lo agradecerán con una sonrisa en sus pliegues.
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