viernes, 12 de diciembre de 2014

El payaso al que le dolía la sonrisa


     Como cada noche, el viento que acariciaba su roulotte veló sus sueños. En la pequeña ventana, las gotas hacían una danza para acompañar su soledad.
     Y, como cada día, se levantó temprano para decir adiós a las estrellas y saludar al sol. Acarició al silencio y lo cubrió con la música que brotaba de la radio. Un café calentó su alma rasgada y un abrigo rasgado calentó su piel.
     Otro día más de crear sueños imposibles y mirar al ínfimo infinito. Dos pasos de retorno instantáneo. Tres suspiros ocultos a los ojos. Desgranando ideas e ilusiones que escribía en su cuaderno de humo. Besos tallados en vapor de hielo. Y, de vez en cuando,  el saludo a la contorsionista que practicaba en un rincón, o al domador que hacía vibrar el látigo en un chasquido irrebatible.

     Así llegó la tarde y el bullicio empezó, lejano, a empapar el aire a su alrededor. Cada vez con una sonoridad más cercana. Se asomó a su espejo y volvió a recibir el zarpazo de sus arrugas. Más cruel que el de un león porque no podía escapar de allí. Tomó las pinturas y dibujó sobre su cara unos labios gruesos y rojos de corazón o de sangre derramada. La sonrisa debía ser más grande esta vez, porque la verdadera, la que había sido siempre suya, se había transformado en un gesto triste poco útil para su oficio. Marcó sus ojos con líneas negras que parecían abrir la nimiedad de sus pupilas y darles un brillo ya olvidado.

     Caminó hacia la carpa cuando se empezaban a oír los aplausos del ilusionista que había hecho desaparecer a la bella damisela. La megafonía anunció su entrada y la de su compañero el gran Augusto que, con su cara blanca y su gorro de capirote, apareció pomposamente ante el público. Aplausos. En cambio, su aparición fue acompañada del esperado tropezón y caída de bruces sobre la lona. Risas.
     A punto estuvo de esquivar la zancadilla del Augusto para provocar la caída de éste. Pero no resultaba procedente ni era lo que se esperaba de él. Su misión era la mofa propia para diversión de la concurrencia. El maquillaje le ardía y tenía que hacer esfuerzos para que de los ojos no le brotasen lágrimas de dolor.

     Pero su propósito se estaba cumpliendo, el público reía feliz y disfrutaba del espectáculo.

     Después de cuatro caídas más y varias meteduras de pata perfectamente orquestadas, hacía su mutis junto a su compañero, entre aplausos y jolgorio del respetable. No le dio tiempo ni a llegar a su caravana cuando sintió que la pintura de sus ojos ya se había diluido con la de su mejilla, arrastrada por una lágrima.