Como cada noche, el viento que acariciaba su roulotte veló
sus sueños. En la pequeña ventana, las gotas hacían una danza para acompañar su
soledad.
Y, como cada día, se levantó temprano para decir adiós a las
estrellas y saludar al sol. Acarició al silencio y lo cubrió con la música que
brotaba de la radio. Un café calentó su alma rasgada y un abrigo rasgado
calentó su piel.
Otro día más de crear sueños imposibles y mirar al ínfimo
infinito. Dos pasos de retorno instantáneo. Tres suspiros ocultos a los ojos.
Desgranando ideas e ilusiones que escribía en su cuaderno de humo. Besos
tallados en vapor de hielo. Y, de vez en cuando, el saludo a la contorsionista que practicaba
en un rincón, o al domador que hacía vibrar el látigo en un chasquido
irrebatible.
Así llegó la tarde y el bullicio empezó, lejano, a empapar
el aire a su alrededor. Cada vez con una sonoridad más cercana. Se asomó a su
espejo y volvió a recibir el zarpazo de sus arrugas. Más cruel que el de un
león porque no podía escapar de allí. Tomó las pinturas y dibujó sobre su cara
unos labios gruesos y rojos de corazón o de sangre derramada. La sonrisa debía
ser más grande esta vez, porque la verdadera, la que había sido siempre suya,
se había transformado en un gesto triste poco útil para su oficio. Marcó sus
ojos con líneas negras que parecían abrir la nimiedad de sus pupilas y darles un
brillo ya olvidado.
Caminó hacia la carpa cuando se empezaban a oír los aplausos
del ilusionista que había hecho desaparecer a la bella damisela. La megafonía anunció su entrada y la de su compañero el gran Augusto que, con su cara blanca
y su gorro de capirote, apareció pomposamente ante el público. Aplausos. En cambio, su aparición fue acompañada del esperado tropezón y caída de bruces sobre la lona.
Risas.
A punto estuvo de esquivar la zancadilla del Augusto para
provocar la caída de éste. Pero no resultaba procedente ni era lo que se esperaba de él. Su
misión era la mofa propia para diversión de la concurrencia. El maquillaje le
ardía y tenía que hacer esfuerzos para que de los ojos no le brotasen lágrimas
de dolor.
Pero su propósito se estaba cumpliendo, el público reía feliz y disfrutaba del espectáculo.
Después de cuatro caídas más y varias meteduras de pata
perfectamente orquestadas, hacía su mutis junto a su compañero, entre aplausos
y jolgorio del respetable. No le dio tiempo ni a llegar a su caravana cuando
sintió que la pintura de sus ojos ya se había diluido con la de su mejilla, arrastrada por una lágrima.
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