domingo, 8 de mayo de 2016

El chico que acunaba a los grillos


     Entre las hojas de una mañana de sudor tibio, arrastraba los pies descalzos el distraído Tuck.
     Una noche más había acariciado las estrellas entre los suspiros de las nubes.
     Nunca fue demasiado frío para su corazón, ni demasiados vacíos para sus ojos.

      Unas mariposas dibujaron recuerdos en la oscuridad de la noche, arrastrando el fulgor de guiños no descubiertos, de palabras perdidas debajo de mares de olas bienquistas.
     Y así, noche tras noche, se empeñaba en encontrar nuevos vuelos de águilas desplumadas y cadenciosos maullidos de gatos sin uñas.

     Ponía su sonrisa en la corteza de un árbol inclinado hacia el infinito, que hundía sus raíces para alimentar la tierra con su savia, llevando la contraría a la misma natura. Allí no había reglas; los peces cantaban su aria de besos secos, las comadrejas se entretenían en tejer mantos de espigas para el viento, los arroyos se detenían asomados al infinito desde las rocas del manantial y los pájaros fabricaban ramos de destellos con las colas de los cometas.

     Tuck abrirá los brazos y llenará sus pulmones de los aromas de la mañana antes de volver a su nido hecho de pétalos de horas azules donde se hundiría en otro profundo sueño a la espera de un nuevo atardecer. Y entonces, volverá a saludar al fuego de la tarde, mientras hunde sus ojos bajo su sombrero de hojas. Dará la bienvenida a la luna que juega al escondite y acunará, como cada anochecer, a los grillos.






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