Si en el banco de una estación me ves sentado en una noche de niebla, no pienses que me perdí. Quizá me senté a esperar el tren que nunca llega.
Y camino despacio saboreando la calima mezclada con el humo de un cigarrillo que se consume entre los dedos. Voy ligero de equipaje, pero poco más necesito. De vez en cuando, me siento al final del andén a ver los trenes llegar y veo cómo sus luces se hacen pequeñas cuando parten de nuevo. Ayudo a una señora a subir las maletas a un nuevo tren, mientras algunos viajeros ensimismados tropiezan conmigo. Escucho el soliloquio del hombre que espera desesperado una llegada que nunca llega. Esquivo la mirada de un vigilante que observa cada uno de mis movimientos. Y enciendo otro cigarrillo.
No sé qué tren espero, pero sé que soy parte de esta bruma, de este aire, de esta humedad que cala los huesos. El traqueteo de las ruedas en los raíles se ha convertido en una banda sonora que, por instantes, parece convertirse en latidos de mi corazón.
Pasan las horas, los días, los años... y sigo aquí. O quizá no sea la misma estación, pero la niebla, el humo, las luces que se acercan y se alejan como el vaivén de la vida, me recuerdan que soy el mismo.
Siempre a la espera de un nuevo tren.
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