Llegaron y nos pusieron los uniformes, nos hicieron vitorear sus espectáculos, marcar el paso en la misma dirección, despreciar a los que se salían de la norma, establecer patrones y aversiones.
Vivimos felices en un mundo sin complicaciones. Donde Ellos nos guiaban y nos cuidaban. Donde Ellos nos entregaban celebraciones de júbilo y ritmos acompasados.
Nos colocaron cómodas máscaras en las que no era necesario dibujar el gesto porque el gesto que venía de fábrica era el gesto ideal. Y no había que esforzarse.
Teníamos sastres que nos hacían los trajes a la medida, bajo el patrón de un corte perfecto. Y no debíamos preocuparnos por el estilo, el estilo venía establecido y era bienquisto de todos. Salirse de la moda era lo innoble.
Nos encontraron motivos para entretener nuestra ira, en la construcción de banderas de solidaridad para eliminar las malas prácticas. Y ahí íbamos satisfaciendo nuestras necesidades de lucha.
De pronto, nuestros antifaces nos ahogaban y los trajes se nos hicieron viejos e incómodos. Pero no teníamos capacidad para construirnos nuestro propio vestuario porque no sabíamos manejarnos sin una institución que nos sirviera vestidos, máscaras y pautas.
Y nos íbamos asfixiando en aquellos disfraces por la incapacidad para dibujar nuestro propio rostro y por temor a la desnudez del que se sale del patrón. Esperando siempre a que fuese otro quien se arrancase antes la máscara.
¡QUÉ RAZÓN TIENES, AMIGO!
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