Todos tenemos fobias.
Yo tengo una que se remonta a mi más tierna edad, cuando estudiaba Cuarto de EGB. Sí, antes estudiábamos Educación General Básica, no ESO que estudian ahora.
Ocurrió que, como ampliación a mi aprendizaje de literatura, me dediqué durante todo el curso escolar a recopilar información sobre gramática, autores y corrientes literarias.
Hay que tener en cuenta que en aquella época no existían los ordenadores ni las impresoras de ahora. Para los que habéis usado máquinas de escribir (no eléctricas) sabéis que debías escribir con mucho tiento para no cometer un error que arruinaría toda la página. También había la posibilidad del Tipp-ex, pero esto ya era una chapuza. La página debía salir impoluta, o al menos, esa era mi idea.
Pues, como decía, dediqué más de siete meses a escribir mi resumen y a ilustrarlo con fotocopias y dibujos sobre los autores y sus obras. Todo ello recogido en un libro de más de doscientas páginas de tamaño folio (sí, antes del DIN A4 se usaba el folio) a una cara que mandé encuadernar para darle un aspecto más esmerado.
Feliz iba yo con mi obra terminada, cuando el profesor, en lugar de alentarme por el extraordinario esfuerzo, se dedicó a marcar con rotulador rojo, ¡rotulador rojo!, algunos errores que observó en mi trabajo. Así quedó mi pulcra presentación inservible y enguarrada. No se limitó a decírmelo verbalmente, sino que echó por tierra todo mi cuidado, sin ninguna consideración.
De ahí me viene esta aprensión que tengo a los tachones que algunos se empeñan en hacer en lo que otros han invertido su esfuerzo y buena intención. Sé que es una sensación exagerada, pero los traumas tienen este efecto.
Resulta muy fácil tomar el rotulador y tachar textos. Lo difícil es escribirlos.
Debo reconocer que aquel profesor resultó ser un gran político, por algo llegó a ser alcalde de una ciudad floreciente. Pero en mí dejó sus marcas de rotulador rojo y algunas lagunas en la asignatura de Ciencias Sociales e Historia.
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