Hoy no puedo ser gracioso. Hoy la tragedia se ha adueñado del escenario de mi mente. Tragedia de gritos ahogados y luces apagadas. Leo y no quiero leer, escucho y no quiero dar crédito a las palabras, miro y no veo nada. Siento... ¿qué siento? Ya no sé ni qué siento, porque nos están estrangulando el derecho a sentir. Siento el vacío, el silencio de soflamas mímicas.
Hace unos días cerró el Teatro Arenal, ahora cierran el Arlequín y el Garaje Lumiere. La pasividad de todos, ¡sí, voy a decir de todos y sálvese quien pueda!, está haciendo que personas que se arriesgan, que apuestan por la cultura, auténticos héroes en este erial cultural, tengan que ¿claudicar? ante la imposibilidad manifiesta. Hace unos días me pasó a mí con un espectáculo donde había invertido tiempo y esfuerzo sin límite. Pero el dinero sí que tiene límite, y si el público no juega se acaba la partida. Pero esto es otro cantar.
A lo que iba. Si un pueblo no considera el teatro y la cultura como algo más, si sólo lo ve como entretenimiento para pasar el rato, mal vamos. Se nos tapa la boca para decir lo que pensamos, para gritar lo que denunciamos, para llorar lo que nos duele. Se nos calla el teatro. Nos apagan las luces de la razón, los brillos de nuevas ideas, el claroscuro del debate. Nos apagan los focos del teatro.
Y, entre tanto silencio y oscuridad, caminamos agasajados de entretenimientos vanos, sin pensar que vamos aniquilando nuestro espíritu, nuestra expresión, nuestra creatividad, nuestra voz.
Un pueblo que no defiende su teatro ha perdido su empuje para luchar por ser escuchado. Y llega la pobreza de espíritu. De ahí pasamos a la pobreza crematística, que tanto parece doler. Pero lo uno lleva a lo otro. ¿Qué vas a defender si no haces nada por salvar tus pensamientos?
Un impuesto de lujo para un artículo necesario estrangula la cultura. Vergonzoso. Pero hay que hacer algo. No sigamos impasibles.
¡Vayamos al teatro!
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