Paco “el gorrilla” era un buen hombre. Su media sonrisa lo
delataba. Todas las fiestas aparecía con su camioncito Ebro y descargaba
barras, cadenas, cables, lucecitas y un montón de cachivaches que iba armando
metódicamente mientras Concha, su mujer, preparaba la comida en un infiernillo.
Nunca supimos dónde vivía, aunque
algunos imaginábamos la cabina del camión como el espejo de Alicia, con un
mundo interior más enorme de lo que aparentaba su exterior.
Yo siempre miré su atracción con el apetito de un niño al
que no le dejan probar emociones de mayores. Hasta que cumplí los ocho años.
Entonces pude montar en La Barca de Paco “el gorrilla”. Aquello era una
especie de columpio muy grande en el que subían dos personas de pie y Paco daba a
una palanca para que se balancease cada vez a más velocidad y más alto.
Entonces fue cuando comprendí que todo tiene un límite y, al llegar a cierta altura, mi
terror superó mis ansias de sentirme mayor y comencé a gritar, sin medida, con todo el
volumen que alcanzaban mis pulmones “¡¡¡Para!!! ¡¡¡Para, o me tiro!!!"
Y paró,
ya lo creo que paró, porque si bien yo no hubiese sido capaz de saltar, el
escándalo que estaba formando no merecía más ostentación. Aquel creo que fue el
primer auditorio ante el que me presenté. El público se había arremolinado alrededor
de la atracción y, de no ser porque era la plaza pública, habrían colgado el
cartel de “Completo”.
Cada barcaje (así llamábamos a los viajes en aquel balancín
gigante) costaba cinco pesetas, o un duro, que parecía menos. Y Paco no me lo
tuvo en cuenta, me devolvió el duro del barcaje, por el mal rato que había
pasado.
Los demás chicos de la pandilla sí que se aficionaron a esos vaivenes y
cada dos por tres estaban subidos riendo y gritando de alegría. Yo esperaba
siempre abajo.
De vez en cuando, Paco nos invitaba. Yo le salía barato, porque
mi vértigo me impedía montar en aquel péndulo infernal y esperaba junto a él
mientras observaba cómo tiraba acompasadamente de la palanca para dar velocidad
al cacharrito (cacharritos llamábamos a cualquier atracción de la feria). Y
luego tiraba de la misma barra firmemente para que el calce que antes le había
dado inercia a La Barca, hiciese de freno al encallarse en él.
Maravillas
tecnológicas de simple funcionamiento. Siempre me fascinó que lo mismo que
producía la inercia la pudiese anular.
Y así, feria tras feria, Paco “el gorrilla” hacía su aparición. Hasta que la innovación técnica de los cacharritos empezó a traer La Góndola,
Los Coches de Choque, e incluso La Noria. Paco se iba quedando pequeñito y los
chavales sólo iban cuando los dos duros que tenían no les alcanzaban para un
viaje en los coches de choque, que costaban cinco duros. Entonces los gastaban
en dos barcajes más uno que les regalaba Paco de vez en cuando. "El gorrilla" incluso llegó a
recibir una pedrada de un jovencito desagradecido mientras le increpaba “¡¿Adónde
vas tú, antiguo?! ¡Que eres del siglo pasado!” El mismo al que, alguna vez,
había invitado a unos cuantos barcajes extra.
Hasta que un año ya no vi ni el Ebro de Paco “el gorrilla”,
ni La Barca de madera y chapa, ni a Concha haciendo la comida en aquel
infiernillo a la vez que atendía desde su caseta la venta de barcajes.
Me senté en un banco de la plaza frente al solar vacío y me vi volar como
nunca lo había hecho en La Barca de Paco “el gorrilla”, mientras una lágrima
rodó con añoranza por mi cara.
El encantador peligro de la nostalgia. Me ha encantado
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