lunes, 1 de abril de 2013

Nada más allá


     Lucía saltó de la cama, la tremenda distancia que la separaba del frío suelo. Empeñada en volar en su sábana mágica había olvidado que en la tierra todo debía tener sentido. Avanzó unos pasos hasta la ventana que, con los ojos cerrados, seguía ajena al mundo de fuera. Con el esfuerzo que supone el temor a encontrarse con el mismo muro de otras veces, abrió las quejumbrosas hojas de madera cuarteada. Allí estaba, el paisaje con el que tantas veces había pasado horas y horas en conversación. Hablando en silencio. Nada se movía. Alguna rama o algún tallo que armonizaban su baile al son del viento, o algún pájaro que bordaba su invisible dibujo en el cielo. 

     No podía comprender cómo tanta belleza y tanta paz había sido olvidada por el otro mundo, el de las prisas, de las responsabilidades, de los compromisos, el del rencor. Un mundo enfermo con el peor de los males, el materialismo. En el otro mundo todo tenía una justificación. Cuando había que explicar algo, la razón más contundente era el dinero.

     Para Lucía hoy todo eran preguntas. Y el campo callaba; sólo el rocío parecía contestar con las lágrimas que cubrían el verdor inmóvil. Lucía no tenía nada, sólo a sí misma. Y aquella tierra dura, herida por el tiempo, parecía agotada de soportar el egoísmo humano. Allí todo era armonía y convivían la roca más dura con el más tierno brote de una tímida flor. Callaba. El silencio de un llanto ahogado. 

     Lucía lo miró con tristeza y alargó su mano. Sintió la caricia de una brisa triste. Recibió el tímido aroma de fragancias solitarias. Desesperanza. Volvió a su cama y se entregó de nuevo a sus sueños. 



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