Tenía unos ojos que, más que mirar, parecían tragarse el mundo. Su negrura brillaba como sólo puede hacerlo la vida por descubrir. Caminaba con sus pasitos cortos hacia un destino no marcado, acompasado y vivaz. En su mano apretaba un envoltorio brillante que había conseguido a cambio de una sonrisa a una señora que salía del supermercado.
Unos pasos más allá, decidió que era el momento de desenvolver su regalo y dar buena cuenta de él. Como si de una ceremonia se tratase, no dijo nada, ni siquiera un suspiro. Sólo se sentó en un banco del parque y empezó a retorcer las orejas a aquel celofán que cubría el caramelo. El papel volvió a su mano y el contenido fue a parar a su boca. Para él, aquello era la recompensa al sencillo detalle de una sonrisa. Todo un éxito para el niño que se sentía caminar solo en un mundo que no terminaba de encajar en su alma hecha de sueños.
Saboreaba pausadamente con la vista clavada en el infinito, dibujando con su mente un universo futuro con colores sin estrenar y sensaciones de piel limpia.
Poco imaginaba que no todos los aplausos que iba a recibir en el futuro serían tan dulces como aquel caramelo.
¡Me gustaaa!
ResponderEliminarCon gente como tú, se conseguirá que sus aplausos sean más dulces que el caramelo. Un abrazo.
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