Pequeño, como un retoño de higuera, el pequeño Manuel no levantaba tres cuartas del suelo. Desde allí abajo el mundo se veía grande, alto, inmenso. Correteaba por el huerto queriendo hacerse dueño del dulce olor de los tomates, y saboreando cada aroma que desprendían a su paso pepinos, pimientos, girasoles...
Observaba la furgoneta que venía cada mañana a recoger la leche de las cabras y, en un alarde de fortaleza, intentaba moverla para que arrancase. Lo había visto hacer muchas veces a los mayores, pero a él le debían de haber puesto alguna trampa, porque no conseguía ni que se balancease lo más mínimo. Algún día tendría fuerza suficiente para mover aquel vehículo cuyas ruedas tenían su misma altura.
Una tarde las nubes oscurecieron el cielo y unas extrañas luces empezaron a caer desde lo más alto. Rompían el silencio con gran estruendo después de haber dibujado brillantes brechas que cruzaban desde allí arriba hasta el suelo, allá en el horizonte.
Se vio desprotegido ante tamaña exhibición de crujidos y luces cegadoras. Corrió y corrió para ponerse a salvo. Encontró un trigal que verdeaba ya los en los primeros días de mayo y que podría servirle de cobijo. Cuando estuvo totalmente cubierto por él, se sentó a esperar que aquello pasara.
Unos cuantos fogonazos después, oyó a lo lejos las voces a distinta escala de su madre, su padre y sus hermanos. Cuando los tuvo suficientemente cerca, se atrevió a gritar "¡Estoy aquí!".
Su madre lloraba, su padre lo miraba con ojos asustados y él sólo se atrevió a decir "Vine a esconderme, porque la bruja estaba tirando cerillas".
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