lunes, 11 de marzo de 2013

La vida entre costuras

     
     Martina aprendió a poner costuras a la vida cuando la vida apenas había comenzado para ella.
     Desde los siete años sus dedos ya empezaron a dibujar con su agudo pincel a través de sábanas, paños y franelas. Las sedas vendrían después, cuando su destreza aseguraba que no daría mal fin a tan delicado lienzo. Intuitiva y perseverante fue aprendiendo todo tipo de artes, desde la difícil tarea de zurcir un calcetín, hasta la vistosa labor de crear una camisa. En su proceso no había patrones, éstos los aprendería muchos años después. Sólo existía su visión magistral a la hora de encarar un encargo. 

     Y así, puntada a puntada, un día decidió montar un pequeño negocio. Una tiendecita de retales donde todo se traía por encargo (no tenía posibles para comprar telas para almacenar), y que le servía como taller para los encargos que iban surgiendo. Poco a poco aquello fue prosperando hasta que logró tener un interesante catálogo de materiales ya en su propio almacén. 

     Tanto crecía el negocio que requirió de la ayuda de dos empleados. Coral y Diego empezaron a trabajar en la tienda que ya tenía una buena clientela. Todo fue como la seda hasta que los jóvenes empleados empezaron a poner en duda la forma de llevar el negocio de Martina. Le decían que perdía dinero haciendo favores a cualquiera (algunos trabajos que no llegaba a cobrar), que no ponía la dedicación que el negocio requería, que sus métodos eran anticuados, que ya sólo pensaba en su jubilación... En fin, que la pobre Martina llegó a sentirse abrumada por el nuevo rumbo que había tomado aquello y su imposibilidad de redirigirlo. Así que tomó la única decisión que le reportaría tranquilidad: traspasó por un precio simbólico el negocio a sus empleados y con lo que tenía ahorrado montó una tienda de ropa.

     Pasó el tiempo y el negocio que fundara Martina mucho tiempo atrás iba decayendo. Los clientes dejaron de ir porque no encontraban el consejo diestro de la antigua dueña, ni la confianza del trato cercano que antes se les daba, ni la posibilidad de aprender los mínimos conocimientos de costura que ella les ofrecía. 

     Martina, entre tanto, consiguió que su flamante tienda de ropa le diese para vivir holgadamente y llegar a la jubilación con unos hijos y un marido que disfrutaban de su próspero establecimiento.

     Y colorín, colorado... este cuento no ha acabado.       


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