Manuel se volvió a calzar los zapatos de caminar solo. Los cordones se empeñaron en estrangular sus dedos durante un rato, hasta que consiguió dominarlos y organizar sus idas y venidas a través de los ojales.
Manuel se miró al espejo y se colocó su suave sonrisa.
Suavemente, como llevados de la inercia, sus pies comenzaron su rutina. Arriba, adelante, abajo, flexión, empuje... arriba, adelante, flexión...
Con total coordinación compartían el espacio derecho e izquierdo. Ni uno suplantaba al otro, ni el otro relegaba al uno.
¡Qué sencilla convivencia!
Manuel salió a la calle y pensó en las infinitas posibilidades que le ofrecía el mundo. Solo.
Sus pies seguían discretamente las instrucciones silenciosas de su amo.
Manuel se encontró con infinidad de personas ese día. Compartió, rió, se emocionó y vivió. Y al final volvió a donde había empezado. Solo.
A Manuel no le apenaba estar solo. Porque tenía soledad suficiente para compartir con los viajeros que encontraba en su camino.
Manuel se descalzó y guardó por un rato los zapatos de caminar solo.
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